Pedro Fajardo de Requesens-Zúñiga y Pimentel, Marqués de Los Vélez (V). nace en Mula en 1602 y fallece en Palermo (Sicilia, Italia), 3.11.1647.
Fue Virrey de Valencia, Aragón, Navarra y Sicilia.
Hijo único del IV marqués de Los Vélez y de su esposa María de Pimentel, llevó también los títulos de II marqués de Martorell y IV de Molina. Casó dos veces. Primero con Ana Enríquez de Ribera Girón, fallecida en 1638, hija mayor de Fernando Enríquez de Ribera, tercer duque de Alcalá y marqués de Tarifa, y de su mujer Beatriz de Moura. La segunda, con Mariana Engracia de Toledo y Portugal, prima suya, como hija de Fernando Álvarez de Toledo, Portugal, Monroy y Ayala, sexto conde de Oropesa y Deleitosa, marqués de Flechilla.
Sucedió en el virreinato de Valencia, a su padre, el IV marqués, fallecido el 24 de noviembre de 1631, y en él debió estar hasta los primeros meses de 1635, pues el nuevo virrey, Fernando de Borja y Aragón, juró su cargo el 23 de mayo de ese año. Estaba entonces el reino de Valencia inmerso en plena crisis y el nuevo virrey tuvo que hacer frente a muchos problemas que venían de años atrás, especialmente desde la expulsión de los moriscos, que acarreó fatales consecuencias políticas, sociales y económicas. Entre estas últimas, dificultades en el abastecimiento de la capital y del reino valenciano en general, particularmente en granos, situación que se agravó por unos años de malas cosechas de arroz, con los consiguientes acaparamientos de quienes tenían medios para hacerlo y, en consecuencia, una constante subida de los precios.
Ello provocó un gran malestar, especialmente entre el pueblo común, pero afectó también a las rentas de los señores, y desde luego avivó la lacra del bandolerismo.
El virrey, además de varias disposiciones para evitar los acaparamientos y las alzas de precios, hubo de favorecer la importación de trigo de Cerdeña, de Castilla y Andalucía. De Sicilia, que era el tradicional mercado abastecedor de Valencia, no llegaba, al parecer por la interesada negativa de los habituales comerciantes proveedores en unos años de gran escasez. Se atribuye también el que no se consiguiera importarlo de aquella isla a la ausencia por este tiempo del síndico que ordinariamente tenía destacado la ciudad de Valencia en Palermo para estos efectos.
La persecución del bandolerismo y la supresión de las bandositats continuaba siendo una preocupación en alza para el virrey y sus oficiales, que no conseguían extirpar. La razón de ello es que se trataba de un hecho estructural con profundas raíces económicas y sociales, en relación con la expulsión de los moriscos.
Aunque afectaba a todo el reino, durante el virreinato del V marqués de Los Vélez, fueron los principales focos, además de la zona colindante con la capital, las montañas del Maestrazgo, la comarca de La Ribera y la franja costera, particularmente la villa de Muchamiel y la ciudad de Alicante. En esta última zona actuaban con una aparente impunidad las facciones que seguían a las familias Berenguer y Scorcia. Los pregones del virrey para reprimir sus abusos y violencias, incluidas las recompensas ofrecidas a quienes lograran capturar a alguno de estos bandidos, vivo o muerto, resultaron prácticamente inútiles. Se trataba, como acaba de decirse, de un problema con motivaciones mucho más profundas que las que podía acallar cualquier política represiva. El incremento del bandolerismo estuvo muy relacionado con la introducción de la insaculación de los oficios municipales en la ciudad de Valencia. En 1629 los brazos militar y eclesiástico pedían que fueran admitidos a la insaculación, en bolsa separada, junto a ciudadanos y “generosos”, también algunos nobles. Elevada la petición al Rey, se opuso, contestando que se atuvieran a la letra del fuero. En 1633, volvieron a solicitarlo, ofreciendo al Monarca 30.000 libras. El marqués de Los Vélez, el 23 de septiembre de ese año, elevó un informe a Felipe IV advirtiéndole que la insaculación sería en detrimento de la autoridad real y en daño para la ciudad y sus vecinos, alegando, entre otras razones, la de que los nobles, una vez en posesión de cargos administrativos importantes, se mostrarían independientes del virrey. En efecto, con la insaculación se perdía la antigua atribución del virrey de elaborar una lista de “jurats” o miembros del consejo municipal, que anualmente tramitaba al Rey para su aprobación o rechazo, y lo que los nobles valencianos deseaban era constituirse en una oligarquía estable, para de esta manera protegerse de eventuales favoritismos o arbitrariedades del Monarca y poder gozar de nombramientos entre ellos. El informe del virrey fue positivo, pues el Monarca negó la petición, y la insaculación no se autorizó hasta 1652 y solamente en parte. La insaculación de los oficios municipales, tal como se efectuaba, era una prueba de lo que podía ocurrir cuando fueran admitidos también miembros de la nobleza, pues desataba feroces contiendas entre los grupos poderosos de la ciudad de Valencia, encabezados sobre todo por miembros de las familias Anglesola y Sabata, que se los disputaban de forma violenta, para poder gozar de su producto, incluso acudiendo a la táctica del bandidaje apoyados en sus respectivos clanes, a cuyos miembros otorgaban prebendas y recompensas.
Aunque el virrey intentó aplicar los medios legales ordinarios (multas, prisiones, deportaciones, castigo de servir en las galeras, etc.) de nada valían ante la falta de colaboración de la justicia y complicidad del pueblo, sobre todo en el ámbito rural. Ha de tenerse en cuenta que el virrey apenas contaba con tropas para poder mantener la ley y hasta el prestigio de su cargo.
La Taula o banco municipal había sufrido varias bancarrotas desde 1614, prácticamente a raíz de la expulsión de los moriscos, pues eran los censales proporcionados por éstos quienes la mantenían, aparte de las sumas depositadas para pagar las importaciones de granos. La debilidad de dicha institución era tal que, a pesar de algunas reformas, la habían llevado al límite de poder cumplir sus obligaciones. El Rey envió visitadores que estudiaron atentamente los libros de las entradas y salidas y se impusieron multas y castigos a varios de los oficiales de ella. Pero en 1634, la reformada Nova Taula tenía un pasivo de más de quinientos mil ducados. El virrey, por un decreto, se vio forzado a cerrarla. Las razones que alegaba eran descuido y malicia de algunos de sus oficiales. Debía de ser cierto, pero en el fondo lo que existía de tiempo atrás era una gran desconfianza de los depositantes, lo que hacía imposible el funcionamiento de dicha institución bancaria, que estaba precisamente fundada en la garantía de los créditos. No ha de olvidarse, por otra parte, que la situación económica del reino valenciano, tan pujante en los dos siglos anteriores, pasaba por una fase larga de contracción.
El V marqués de Los Vélez fue durante brevísimo tiempo —unos meses— virrey de Aragón, sustituyendo a Fernando de Borja, tercer conde de Mayalde, que, a su vez, le reemplazaría en Valencia en el mismo cargo. El marqués de Los Vélez teóricamente desempeñó la máxima autoridad real en Aragón desde comienzos del año 1635 a finales de verano de 1636. Breve tiempo para tener constancia de su actuación.
La declaración, por decisión del cardenal Richelieu, en la primavera de 1635, de la guerra contra España, durante el conflicto llamado Guerra de los Treinta Años (1618-1648), apenas le daría tiempo sino de hacer algunos preparativos bélicos, pues el 13 agosto de 1636 falleció súbitamente el virrey de Navarra, Fernando de Andrade Sotomayor, y se decidió enviar enseguida a aquel reino, territorio sumamente propicio para una penetración del enemigo, al V marqués de Los Vélez.
En efecto, un ejército francés, al mando del príncipe Luis II de Condé, había decidido invadir España por Navarra. Al llegarle al virrey, en mayo de 1638, noticias de la presencia de franceses enemigos en San Juan de Pie de Puerto, comenzó a disponer tropas y pertrechos y a asegurar las murallas de Pamplona. Convocó, como era costumbre en estos casos, a todos los navarros a las armas en la frontera y valles pirenaicos.
Los franceses, desde San Juan de Pie de Puerto, intentaron penetrar por Roncesvalles, pero fueron rechazados por hombres encubiertos en los espesos bosques de la comarca. Ante esta resistencia, Condé optó por cambiar de rumbo y dirigirse hacia Guipúzcoa, aunque encomendó a un cuerpo de ejército de ocho mil infantes intentar la conquista del castillo de Maya, en Navarra. Rechazados por los baztaneses, se encaminaron, a lo largo del Pirineo, para unirse al resto del ejército en Fuenterrabía. El 1 de julio de 1638, después de amagar a San Sebastián y rendir fácilmente a la guarnición del castillo de Higuer, el ejército de Condé se apoderó de Lezo, Rentería y Pasajes, llegando a sitiar Vera, en Navarra, el 12 julio. Inmediatamente puso sitio a Fuenterrabía, principal plaza fuerte de aquella zona, y en la que apenas había un millar de defensores, incluidos simples vecinos, carentes de artillería eficaz. No obstante, resistieron con gran valor, por lo que el asedio se prolongó durante los meses de julio, agosto y primeros de septiembre. Los franceses tenían el alto de Guadalupe, desde donde bombardeaban la plaza. Este ataque pilló de sorpresa a Madrid.
Vizcaínos, navarros, andaluces, catalanes, gentes de toda España, recibieron orden de enviar pertrechos y refuerzos, pues éste era el momento de poner en ejecución la “Unión de Armas”, proyecto tan acariciado por el conde-duque de Olivares. Se enviaron órdenes urgentes a La Coruña para que la flota de Lope de Hoces rompiera el bloqueo que por mar había puesto una armada francesa mandada por el arzobispo de Burdeos.
El marqués de Los Vélez llegó el 16 de agosto, cuando ya llevaban los de Fuenterrabía cuarenta y siete días de sitio, con un socorro de cuatro mil quinientos soldados y quinientos nobles voluntarios a caballo, juntándose al general principal, el almirante de Castilla, Juan Alonso Enríquez de Cabrera y a los demás jefes. Al ver los franceses la llegada de estas tropas, abandonaron Oyarzun, Lezo, Rentería y Pasajes, y el día 20 de agosto, intentaron un asalto definitivo, aprovechando los daños ocasionados en las murallas de Fuenterrabía por los disparos de su artillería; en él Condé corrió enorme riesgo, pero no consiguió su propósito. Desgraciadamente la flota de Hoces, compuesta de doce navíos, el 22 de agosto, en Guetaria, se enfrentó a la francesa, más numerosa y mejor pertrechada.
El combate acabó en un tremendo desastre para Hoces, pues perecieron unos tres mil de sus hombres y fueron hundidos o deshechos casi todos sus barcos, quedando el arzobispo de Burdeos dueño del mar. En tierra, hubo también de la parte de los españoles bastantes deserciones, por lo que el ataque contra los sitiadores de Fuenterrabía, se demoró. Al fin, después de sesenta y nueve días de sitio, el 8 de septiembre los altos mandos decidieron acometer a los sitiadores. Los navarros, mandados por el marqués de Los Vélez, iniciaron el golpe, que tuvo pleno éxito, pues afortunadamente el día anterior los soldados de Francisco de Orozco, II marqués de Mortara, habían ya forzado las líneas de los sitiadores por el norte, a lo que se unieron varios días de terribles tormentas con lluvia prácticamente ininterrumpida, lo cual sembró el desconcierto entre los franceses, que se lanzaron en una huida a la desesperada hacia el mar, para embarcarse en los navíos que les esperaban. Con la precipitación y el desorden, muchas chalupas, demasiado cargadas de gente, se hundieron antes de poder alcanzar los buques de la armada francesa, que al cabo levó anclas hacia San Juan de Luz. Los cronistas calculan que cerca de ocho mil franceses murieron por las armas de los españoles y sobre todo ahogados, aparte de otros tres mil que habían perecido durante el sitio.
El marqués de Los Vélez, como otros jefes, fue premiado y volvió a los pocos días con el ejército navarro a Pamplona, donde se le preparó una grandiosa recepción de gran triunfador, con volteo de campanas en las iglesias, salvas de cañones, felicitaciones y organización de numerosos festejos.
Frente al aparente —y se dice aparente, porque no todos los españoles acudieron, ni los altos mandos mostraron espíritu combativo— éxito de la “Unión de Armas” en Fuenterrabía, en Cataluña se había logrado levantar el sitio que los franceses tenían puesto a la fortaleza de Salses, en el Rosellón, pero con gran pérdida de hombres (6 de enero de 1640). Como ya era pleno invierno, el conde-duque de Olivares decidió que el ejército real, que constaba de unos nueve mil hombres, al mando del marqués de los Balbases, permaneciera alojado en el principado hasta la próxima campaña de primavera. Los catalanes, ante esta decisión que suponía un claro contrafuero, se mostraron sumamente irritados y humillados, lo que propició el que algunos excesos de los soldados alojados en la comarca gerundense, provocaran la cólera de los campesinos y los primeros disturbios graves. Del campo, la protesta se extendió a las ciudades (Vic, Gerona, Lérida, etc.), alcanzando un punto culminante el día del Corpus Christi (7 de junio de 1640) en Barcelona, donde el virrey, conde de Santa Coloma, fue apuñalado, produciéndose en el principado un vacío de poder.
Tortosa, sustituto de Barcelona como puerto para la recepción de tropas o el envío de pertrechos militares, se insurreccionó el 21 de julio y las tropas castellanas fueron expulsadas. Este suceso decidió a Olivares a abandonar su propósito de conciliación por el uso de la fuerza y la aplicación de un duro castigo. Organizó un ejército numeroso para marchar sobre Cataluña, que quería que alcanzara los treinta y cinco mil hombres de infantería y dos mil de caballería. Se trataba de una expedición punitiva, cuyas operaciones debían empezar el 1 de octubre. El jefe elegido fue el V marqués de Los Vélez, en esos momentos nombrado mayordomo mayor del cardenal-infante don Fernando, máxima autoridad militar española en la Guerra de los Treinta Años. Su experiencia como virrey sucesivamente en Valencia, Aragón y Navarra, y su reciente victoria en el sitio de Fuenterrabía, parecían avalar dicho nombramiento, aunque carecía de dotes militares.
El propio marqués de Los Vélez no deseaba tal encomienda y se cuenta que dijo a Olivares que prefería “ser un pobre aguador antes que soldado”, pero el conde-duque le animó poniendo a su lado militares expertos. Como escaseaba de todo para poner a punto tal ejército, el marqués de Los Vélez se retrasó, con lo que dio tiempo a los catalanes para prepararse.
La Diputación rebelde que regía el principado, después de largas negociaciones con los franceses, había llegado a un acuerdo, el 7 de septiembre, para obtener ayuda de Francia. El marqués de Los Vélez salió al fin de Zaragoza a comienzos de octubre con un ejército de dos mil ochocientos caballos, españoles, portugueses e italianos, con oficiales sobre todo de los últimos, y un poderoso tren de artillería. En Alcañiz recibió el nombramiento de virrey de Cataluña.
Directamente se encaminó hacia Tortosa, donde sin dificultad, el 23 de noviembre, entró con su ejército, y prestó el acostumbrado juramento de guardar y hacer guardar los fueros y privilegios de Cataluña en su condición de virrey, pero ante una escasa presencia de autoridades locales. El 27 comenzó las operaciones con la toma de Cherta, cuyo incendio, saqueo y profanación de la iglesia tuvo una nefasta repercusión en Cataluña. El 30 de noviembre publicó un bando real en el que se anunciaba que su misión era de paz para aquellos que se sometieran, pero de exterminio para los que ofrecieran resistencia. Siguió la ruta de la costa, saqueando e incendiando el pequeño pueblo de Perelló. El día 10 llegó al Coll de Balaguer, donde los catalanes habían organizado una fuerte resistencia, que fue superada, y continuando su marcha, puso sitio a Cambrils, que resistió valientemente durante dos días, recibiendo el marqués una ligera herida. Rendida la plaza, bastantes de los más significados y los jurats o consejeros municipales de Cambrils fueron ajusticiados y colgados de las murallas. Según alguna fuente los degollados fueron seiscientos. El duque de Espenan, jefe de fuerzas francesas en Cataluña, pero con pequeño número de ellas, el 19 de diciembre llegó a acuerdo privado con el marqués de Los Vélez en virtud del cual sus tropas se retirarían, y así dos días más tarde le entregó Tarragona.
La rendición de esta plaza y la retirada de los franceses hasta El Prat de Llobregat provocaron una reacción de cólera, acompañada de actos de violencia, del pueblo de Barcelona y de muchos lugares de Cataluña. El ejército del marqués de Los Vélez prosiguió su avance, haciéndose sucesivamente dueño de Villafranca del Penedés, San Sadurní y Martorell (21 de diciembre), donde mandó ajusticiar a los más significados rebeldes. Al hallarse este ejército próximo, Pau Claris, principal dirigente de la Generalitat, hubo de aceptar poner formalmente el principado bajo la protección de Luis XIII de Francia, el 23 de enero de 1641. Con ayuda de técnicos franceses, en torno a Barcelona se construyeron a toda prisa defensas extraordinarias. El marqués de Los Vélez desde Sants dirigió a los barceloneses una carta ofreciendo perdón del Rey y asegurando que respetaría personas, bienes y haciendas de todos. Pero los barceloneses no estaban dispuestos a volver atrás y se aprestaron a defender la capital con la ayuda francesa, expresando su ánimo exaltado por el desprecio de sus fueros y por la crueldad demostrada por el Ejército real. Mientras una escuadra francesa cerró el paso a la real en Castelldefels, el ejército del marqués de Los Vélez fue derrotado estrepitosamente el 26 de enero de 1641, pese a su superioridad numérica (treinta mil hombres y cuatro mil caballos frente a los ocho mil hombres y quinientos caballos franco-catalanes) fuera de las murallas, pero respaldados por el castillo de Montjuich, en una operación militar de la que fue cerebro el ingeniero militar francés Bernardo du Plessis-Besançon. Inexplicablemente, el marqués de Los Vélez, seguramente envalentonado con sus éxitos y deseoso de entrar pronto en la capital catalana, permitió que se entablara batalla, careciendo de aprovisionamiento suficiente, contra un ejército mejor situado. Alarmado por el gran número de bajas —unos dos mil hombres, entre ellos un hijo y un sobrino suyos—, dio orden de retirada a Tarragona, desde donde comunicó a Madrid la derrota y pidió, y obtuvo inmediatamente, la dimisión. Felipe IV, muy resentido por la noticia, calificó la derrota de Montjuich como “el suceso más indisculpable que se ha ofrecido en estos reinos siglos ha”. Fue sustituido por Federico de Colonna, príncipe de Butera y condestable de Nápoles.
Pese a todo, este mismo año de 1641 se le nombró al marqués de Los Vélez embajador extraordinario en Roma ante Urbano VIII, para pedirle, como antes el embajador ordinario y notable regalista, miembro del Consejo de Castilla, Juan Chumacero, que no recibiera al embajador, obispo de Lamego, enviado por el rey de Portugal, Juan IV, insurreccionado contra la Corona española. El marqués de Los Vélez estaba en Roma el 23 de abril de 1642 y logró que al menos Urbano VIII permaneciera neutral en la cuestión. Allí, actuó con violencia: una cuadrilla de hombres armados por mandato suyo y otra del obispo de Lamego ofrecieron un serio altercado en la plaza Navona, en el que hubo algún muerto por arma de fuego. El Papa se indignó, aunque continuó en su postura de imparcialidad.
A fines de 1643, fue nombrado virrey de Sicilia y tomó posesión del cargo al año siguiente. Su actuación, sobre todo durante la revolución de 1647, es extremadamente confusa, como la misma insurrección, en la que intervienen fuerzas e intereses diversos.
Las mismas fuentes de la época son a veces contradictorias.
La situación de Sicilia era muy compleja y apenas había evolucionado desde siglos atrás. En el campo, la nobleza terrateniente mantenía un sistema prácticamente feudal, mientras que, en las ciudades importantes, sobre todo en Mesina y más aún en la populosa Palermo, que contaba con unos ciento treinta mil habitantes, algunos gremios, como los trabajadores del cuero y los pescadores, tenían cierta importancia.
Pero ambas comunidades urbanas se manifestaban una tradicional aversión por su influencia en el reino. La preponderancia de los grupos sociales indicados y la falta de cooperación entre las ciudades, facilitaban a los virreyes españoles la posibilidad de recaudar las importantes sumas contributivas exigidas desde Madrid, aunque a cambio de abandonar funciones del Estado en manos de la aristocracia local, mediante venta de oficios, derechos jurisdiccionales y enajenación de dominios reales. De esta forma, los virreyes se veían obligados a recurrir a la ayuda de la aristocracia para recaudar los impuestos de un campesinado empobrecido. Naturalmente esta opresión era un caldo de cultivo de movimientos sociales, siempre que existiera alguien que pudiera encabezarlos.
En Sicilia, el otoño de 1646 fue muy seco y la cosecha se preveía muy escasa, con lo que el pan, especialmente en las ciudades, se encareció notablemente; al mismo tiempo, los nobles y poderosos acaparaban el grano para venderlo más adelante a mayor precio. A la ciudad de Palermo se acogieron miles de campesinos hambrientos, incapaces de subsistir en el campo.
En mayo de 1647, los precios del pan habían llegado a tal extremo, que se produjo una sublevación popular y los miembros de los gremios, apoyados en esta masa rural exacerbada, se hicieron dueños de la ciudad, mientras que la nobleza se retiró prudentemente a sus posesiones. La situación se agravó cuando llegó noticia de que en Nápoles se había producido una revuelta semejante y un huido de prisión de Palermo hacia aquella ciudad, Giuseppe d’Alessi, antiguo batihoja, regresó y se puso al frente de la revuelta. Ésta alcanzó un momento culminante el 15 de agosto de 1647, cuando fue proclamado capitán general. Una multitud enfurecida acudió al palacio virreinal y el marqués de Los Vélez apenas tuvo tiempo de escapar a refugiarse en una de las galeras ancladas en el puerto, mientras algunos nobles tomaron a su mujer, que se hallaba embarazada, y con sus hijos la condujeron a la fortaleza de Castellamare, en las afueras de Palermo. El virrey no vio otra solución que ceder a las peticiones de los campesinos de abolición de las “cinco gabelas” o impuestos sobre el grano, el vino, el aceite, la carne y el queso, y soltar a los revoltosos que habían sido presos. El problema era que, suprimidos estos impuestos, cesaba la recaudación correspondiente y el virrey se encontraba sin medios para sostener la administración y pagar a las escasas tropas de que disponía. Sin embargo, Alessi, después de este triunfo, intentó negociar con el virrey, de acuerdo con los miembros más ricos de la ciudad y un pequeño grupo de intelectuales que les dirigía. Sus peticiones consistían fundamentalmente en la supresión de las cinco gabelas y garantizar a los gremios mayores su intervención en el gobierno de la ciudad, concediéndoles especialmente el control del abastecimiento y la vigilancia de los precios del grano. El virrey no podía asegurar tales peticiones, mientras no fuera autorizado por Madrid, algo en lo que no confiaba en absoluto, y decidió partir para Mesina, que permanecía en calma. Los sectores más radicales de la insurrección vieron en tales negociaciones una maniobra personal de Alessi en propio beneficio, y fue asesinado en un complot, permitido posiblemente por el marqués de Los Vélez. La muerte del líder popular coincidió con el regreso del virrey a Palermo y la publicación de unos “capitoli” que les concedía cierta autonomía en el gobierno local. No obstante, el marqués de Los Vélez se encontraba en una situación muy difícil, pues muy probablemente en Madrid no se admitiría esta decisión, cuando, al parecer por causas naturales, falleció en Palermo el 3 de noviembre de 1647.
Fuente y Bibliografia:
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Autor Valentín Vázquez de Prada
Fotos: de murciatoday,wikipedia,archivo
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18/3/23
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